Recuerdos de una vida olvidable

“Y ahora, damos paso a su sección favorita… ¡Confesiones jamás pedidas!”.
Así introduciría este desorden de letras un locutor del viejo cuño, por supuesto después del momento de las complacencias, ejercicio aún vigente en algunas estaciones de radio sobre el que diría algún gobernador actual, seguramente sin afán acomodaticio, “muestra que la vocación del pueblo mexicano es hoy correspondida”.
Empiezo recordando las ocasiones en las que como adulto saturado de dudas y con escasas convicciones iba a misa con mi mamá, momento en el que, congruente con mi ausencia de fe, me creía obligado a manifestar en el templo aún más respeto que el mostrado por los feligreses habituales.
Aunque esa rigurosa obediencia a las normas del lugar era resultado del esfuerzo consciente que hacía por temor a evidenciar mi ateísmo en un sitio inadecuado, escuchaba con atención la lectura del evangelio y la prédica del sacerdote, esforzándome por llevar sus reflexiones a la luz de la razón y de los valores que creía universales.
Nunca sufrí quemaduras cuando fui rociado con agua bendita ni rompí la relación con mi madre por acompañarla a la iglesia. Esas incursiones me ayudaron a comprender que el valor de las ideas está en su capacidad para sacudir la mente, no en su emisor, y que el poder de la religión puede transformar las vidas de muchas personas, pero jamás la esencia de los seres humanos que a todos hace iguales.
Esa evocación me traslada a otra, ahora en el Caribe, paraíso en el que conversaba con un próspero empresario de la región, quien ingresó también al terreno de las confesiones no solicitadas.
“Mira, Manue (así me decía), sé bien que el ministro (me daba nombre completo, sitio de residencia y jerarquía, datos que por decisión propia omito) está rodeado de muchachitas, y que este otro (igualmente sintetizaba su hoja de vida) de muchachitos, pero ¿sabes por qué los apoyo?... Porque el pueblo necesita en quién creer”. Nunca dudé de su relato y, mucho menos, de su convicción acerca de la necesidad planteada.
Si bien como niño católico a ultranza deseé convertirme en santo, aspiración y fe borradas por el hábito de cuestionar hasta aquello que nunca emitirá una respuesta, intento ahora, de acuerdo con las evidentes limitaciones de mi naturaleza, entender más de seres humanos que de dioses.
En esa inteligencia pretendo distinguir entre la fe, decisión y derecho irrestricto del individuo para construir las explicaciones de su existencia y fincar su esperanza para vencer a la muerte con base en un dios; y el creer o confiar en un semejante con poder para trazar rutas a una colectividad.
Profesar cualquier fe, considero, obedece a una decisión libre e íntima, independiente de la razón o el método para llegar a ella; en cambio, creer en una causa, por ejemplo, en la del sacrificio y austeridad para arribar a un estadio superior de justicia social, implicaría el convencimiento soportado por la percepción de evidencias.
Mientras que para considerar verdadera la promesa de vida eterna basta con la fe que atribuye su autoría a una divinidad, las palabras de los hombres que prometen bienestar en el mundo necesitan evidencias que confirmen su apego a la verdad, en especial mediante su congruencia con la realidad vivida por quien quiere confiar en ellos.
Los principios inflexibles de las religiones contribuyen para que estas permanezcan a lo largo de los siglos, en cambio los regímenes con ideologías volubles o discrecionales se condenarían a la temporalidad.
Claro, esto es expresión humana, ni por asomo verdad divina.
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