Una columna sin rubor

“Cada uno hace el ridículo como puede”, es una máxima de presencia constante en mi vida.
No obstante, advierto que podré incurrir frecuentemente en lo irrisorio, pero siempre de manera involuntaria. A los hechos me remito.
En mi juventud, por ejemplo, sin tener la menor intención escalé hasta la cúpula de la ridiculez cuando acudí a una cita de trabajo en la “W”, histórica radiodifusora con sede en la calle de Ayuntamiento de la capital del país.
Sentado junto a más de una docena de aspirantes a un empleo esperaba mi turno para ser entrevistado, tiempo que por prolongado fue factor para enriquecer desde edad temprana la colección de ridículos que, por supuesto involuntariamente, continúo hoy acrecentando.
Cuando después de unas dos horas fui llamado para ingresar al sitio de la entrevista, como expulsado por un trampolín dejé la silla que ocupaba, sólo para que mi humanidad entera cayera en toda su extensión sobre quienes aún aguardaban su turno y compartían un sillón frente a mí. La larga y casi inmóvil espera “durmió” mis piernas.
Otra experiencia que avala mi constancia en situaciones grotescas fue la no tan lejana que viví abordando un avión.
Caminaba en el pasillo de la aeronave hacia el asiento que mi memoria ubicaba en la última fila cuando, como suele suceder para agilizar el abordaje, una asistente de vuelo me preguntó amablemente dónde estaba mi lugar, a lo que respondí haciéndome el chistoso: “En el timón de cola” (en lenguaje llano, la parte exterior del aeroplano que en el extremo trasero de este le da dirección).
Un minuto después regresé con la asistente para mortificado informarle: “No está mi asiento”. Sin rencor y con su misma amabilidad, me respondió: “No se preocupe, señor, cambiamos de equipo y este es más chico, pero ahorita le encuentro uno”.
Experiencias tan insustanciales me conducen a pensar que, a final de cuentas, cada individuo es libre de asumir sus acciones como ridículas o dignas de ostentación. Quizá este sea un asunto de trascendencia para la salud mental.
Ahí está el caso del expresidente Andrés Manuel López Obrador, a quien pese a las injurias de sus adversarios percibo como un hombre sano, que no se sonroja por sus dichos acerca del fin de la corrupción, la sanidad “primermundista” y, mucho menos, por lo expresado sobre la fundación de un régimen diferente.
El ridículo, me escribió recientemente un lector, es parte del aprendizaje de las personas que una vez obtenido extiende sus límites cada día, “es decir hasta al ridículo se le pierde el miedo”. Guillermo del Toro, cineasta mexicano con reconocimiento internacional, podría aportar al tema su ya cuasi célebre expresión: “Si temes al ridículo nunca podrás reconocer lo sublime”.
Y esto último parecen entenderlo a la perfección otras personas, como el senador Adán Augusto López, quien de acuerdo con sus palabras es víctima de una campaña planeada por personas que afirma conocer, pero que seguramente su bonhomía e institucionalidad mantienen en el anonimato sus nombres.
¿Evidencias de ese entendimiento? Baste evocar su reciente declaración a los medios de comunicación masiva, en la que observa que durante su paso por la administración federal sus actividades económicas privadas se focalizaron en la ganadería, para evitar mal entendidos sobre su ética de funcionario. “Me concentré en la ganadería para evitar conflictos de interés con mi función pública”. ¿Quién sería capaz de cuestionar su vocación y capacidad para el pastoreo?
En fin, digan lo que digan, concluyo, primero es la salud mental y luego la vergüenza o el miedo al ridículo. Y lo escribo pensando en mí, conste.
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