Columnas - Manuel Cruz

Nuestra mente está en guerra

  • Por: MANUEL CRUZ
  • 08 JULIO 2025
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Nuestra mente está en guerra

Están lejos de resultar evidentes las causas por las que unos determinados sucesos, protagonizados por destacados actores de nuestra vida pública, pasan al olvido y otros, en cambio, permanecen, como grabados a fuego, en la memoria colectiva. Así, en su momento trascendió a los medios de comunicación la información según la cual había sido la mujer de Jordi Pujol, la ya fallecida Marta Ferrusola, la que convenció a su marido acerca de la conveniencia de reconocer en una carta abierta, en julio de 2014, que había tenido oculto en el exterior dinero presuntamente procedente de una herencia. Según se publicó por aquellas fechas, el argumento definitivo manejado por la esposa para que el expresident diera dicho paso fue que “esto después del verano ya se ha olvidado”, pero a la vista está que el recuerdo del episodio no ha dejado de acompañar ni por un instante al viejo político. Probablemente, por poner un ejemplo con protagonistas del otro lado del arco parlamentario, Pablo Iglesias e Irene Montero confiaban en parecido olvido cuando decidieron la compra de una vivienda cuyo importe y características parecían entrar en abierto conflicto no solo con los mensajes políticos que hasta entonces habían estado lanzando, sino incluso con la imagen de sí mismos que parecían empeñados en dar. También en su caso el recuerdo de aquella decisión los ha acompañado como su sombra, hasta el punto de que el solo nombre de Galapagar ya evoca la más profunda de las contradicciones políticas y personales.

Empezábamos diciendo que no resulta fácil determinar las causas que provocan que, finalmente, permanezcan en la memoria colectiva determinados episodios en lugar de otros —en muchos casos, reconozcámoslo, de igual o incluso de mayor gravedad—. La dificultad probablemente proceda de que se tiende a poner el foco de la atención sobre el lugar equivocado, esto es, sobre los hechos mismos, como si ellos llevaran inscritos en su frente la importancia que les debemos atribuir. Pero si así fuera no se explicarían determinadas reacciones, absolutamente al orden del día, como la de que las mismas personas valoran de muy diferente manera comportamientos idénticos en función de quien los haya protagonizado. Lo comprobamos a diario: exactamente idéntico tipo de suceso —en las últimas semanas el ejemplo casi ineludible sería el de la corrupción— puede llevar a muchos tanto a rasgarse las vestiduras como a la más comprensiva de las benevolencias. Pues bien, es en la razón profunda de este tipo de reacciones donde se ubica la clave para entender por qué unos episodios permanecen, casi inalterables, en la memoria colectiva en tanto que otros se pierden, río abajo, hacia el inabarcable océano del olvido.

Digámoslo ya: no somos conscientes de hasta qué punto lo que en mayor medida permanece en nuestras mentes son precisamente las categorías, cuando no las visiones del mundo o de la realidad, con las que interpretamos lo que nos va pasando y, en consecuencia, tanto aquello que luego se volatiliza como aquello que persiste en el recuerdo. Lo que está sucediendo en el debate público últimamente podría servir como ilustración de lo que decimos. Así, el llamamiento de la UE, propiciado por la nueva actitud de Donald Trump en política exterior, a organizar su propia defensa militar, destinando considerables recursos económicos a la compra y producción de armamento, está chocando con convencimientos, de matriz antimilitarista, profundamente arraigados en la sociedad española, como ha señalado con acierto Josep Martí Blanch (enriqueciendo un tipo de consideraciones que, hasta el presente, en los medios de comunicación defendía poco menos que en solitario Miguel Ángel Aguilar), convencimientos que, para enmascarar su auténtica y atávica condición, se suelen envolver con el celofán de afirmaciones retóricas grandilocuentes acerca de las bondades de la paz y la eficacia incuestionable de la diplomacia para resolver cualesquiera situaciones y conflictos.

Cometería, pues, un error de grueso calibre quien, preocupado por la gravedad de los problemas inmediatos de todo orden que nos afligen, desdeñara la importancia de los presupuestos teóricos desde los que se piensa. Constituiría un grueso error opinar así porque, tanto su propia condición de problemas, como la gravedad que les atribuimos, se desprenden de las herramientas categoriales y discursivas con las que los interpretamos. En ese sentido, debatir acerca de estas bien podría ser considerado un debate absolutamente práctico, en la medida en que determina a qué realidad debemos prestar mayor atención. Y por si esto fuera poco, se impone añadir que, como consecuencia de lo anterior, ideas y discursos a menudo provocan relevantes consecuencias de tipo práctico-político.

Recuperemos el ejemplo anterior para ilustrar esta trascendencia práctica. Es precisamente porque los mencionados convencimientos antimilitaristas permanecen enraizados en el imaginario colectivo por lo que pueden estar siendo interpretados por las fuerzas a la izquierda del PSOE como una sólida ventana de oportunidad que les sirva para recuperar apoyo electoral, no solo entre sectores juveniles abiertamente pacifistas, sino también entre quienes recuerdan, con indisimulada añoranza, la enorme capacidad movilizadora que tuvo en su momento el No a la OTAN. De paso, permitiría relegar a un discreto segundo plano algunas de las reivindicaciones de las que esa misma izquierda hizo bandera en los últimos tiempos, como las más polémicas referidas a los derechos de las mujeres, y con las que parece claro que se ha dejado importantes jirones de credibilidad en el camino.

Alguien podrá objetar a semejante planteamiento que se trata de una jugada de alto riesgo, en la medida en que podría contribuir a precipitar la caída del actual Gobierno (que a estas alturas bastante tiene con lo que tiene), con el consiguiente ascenso de las derechas al poder. Pero quizás aquí de nuevo atender no solo al cálculo más inmediato, sino también a las ideas más arraigadas puede proporcionarnos una útil clave para entender la situación. Porque no cabe olvidar que, históricamente, esa presunta izquierda de la izquierda posee una dudosa, por no decir escasa, cultura de gobierno (déficit que, en ocasiones, a qué ocultarlo, llega a ser de cultura democrática en cuanto tal), cosa que se ha hecho a todas luces patente en el perseverante proceder de algunos de sus ministros y ministras, más pendientes en muchos momentos de los debates ideológicos que de la propia gestión. Con semejante querencia como premisa, tendría poco de raro que a dicha izquierda le resultara atractiva la pecaminosa tentación de disfrutar con la adrenalina que proporciona oponerse a un Gobierno de derechas.

Por todo ello, la insistencia en la necesidad del debate de ideas no es intelectualismo nostálgico ni nada parecido por parte de quienes se encuentran en condiciones biográficas de recordar aquellas épocas en las que en la esfera pública se discutían cuestiones como la de los diferentes modelos de sociedad (ahora que ya únicamente queda uno), sino que, exagerando tan solo un poco el trazo, nos va la vida en ello. La consigna “¡hay una guerra para apropiarse de tu mente!”, del influyente teórico de la conspiración norteamericano Alex Jones, fundador del sitio web Infowars, tendría que movernos a reflexión, aunque en un sentido ciertamente diferente al que su autor pretendía darle. Empieza a urgir que caigamos en la cuenta de que las batallas culturales que más deberían importarnos son las relacionadas con las ideas a través de las cuales interpretamos el sentido de cuanto nos ocurre. En tiempos de aceleración incontrolada se hace más necesario que nunca pararnos a pensar. Sobre todo en por qué pensamos lo que pensamos.


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