Cuando el agua no alcanza

La relación entre México y Estados Unidos se ha construido históricamente entre acuerdos y desencuentros. A veces en forma de comercio, a veces en forma de migración. Y otras, como esta ocasión, en forma de agua. El Tratado de 1944, que durante décadas definió las reglas para el reparto de las aguas fronterizas, vuelve a colocarse en el centro de una disputa compleja, que no solo involucra relaciones diplomáticas, sino la vida cotidiana de miles de personas en el norte del país. Y Tamaulipas, por su geografía, historia y peso agrícola e industrial, se encuentra en el corazón del conflicto.
La presidenta Claudia Sheinbaum rompió el silencio ante una nueva ola de tensión binacional. La postura fue clara en lo institucional, aunque en lo político tuvo que sortear un terreno minado. Lo que dijo, y sobre todo lo que negó, permite entender la magnitud del tema: No se ha cedido ante Estados Unidos, afirmó. No hay una orden directa de Donald Trump que México esté obedeciendo. No hay una traición a los intereses nacionales. Hay un tratado. Hay una deuda. Y hay un problema de escasez. Eso fue lo que sostuvo la presidenta, mientras los productores del norte del país siguen viendo cómo el agua que no tienen se convierte en moneda de cambio.
En efecto, el Tratado de Aguas firmado en 1944 establece que México debe entregar a Estados Unidos poco más de dos mil ciento ochenta millones de metros cúbicos de agua cada cinco años, mientras que Estados Unidos entrega mil ochocientos cincuenta millones. Es un acuerdo que parecía equilibrado en la letra, pero que en la práctica se ha vuelto cada vez más difícil de cumplir. La sequía que afecta al norte mexicano no es un fenómeno reciente. Se arrastra desde hace años, pero se ha intensificado al punto de dejar presas como La Amistad o Falcón por debajo del 14 por ciento de su capacidad. La deuda de agua con Texas no es una invención, es un dato duro. El país ha entregado menos del 30 por ciento de lo pactado y el plazo vence en octubre.
Lo que complica aún más la situación es el cruce entre la presión diplomática y la urgencia regional. El presidente estadounidense Donald Trump ha convertido el tema en una narrativa de gobierno. Acusó a México de “robar agua” a los agricultores texanos y condicionó incluso el flujo de agua hacia Tijuana como represalia. En paralelo, los artículos principales en los periódicos Reforma y Milenio amplificaron la preocupación nacional, hablando de extracciones extraordinarias en las presas fronterizas y de decisiones tomadas sin consultar a los gobiernos estatales. En ese contexto, Sheinbaum aclaró que las negociaciones se están realizando con responsabilidad, que no se ha ordenado ninguna entrega sin consenso, y que la prioridad es no afectar a los productores mexicanos.
Sin embargo, en Coahuila, Chihuahua y Tamaulipas no tardaron en expresar sus reservas. Para ellos, la situación no es de matices, sino de imposibilidades. No hay agua. No se puede entregar lo que no se tiene. Así lo dijo con firmeza la gobernadora Maru Campos, al afirmar que “nadie está obligado a lo imposible” y que Chihuahua atraviesa la peor sequía del país. En el mismo tono, el gobernador Manolo Jiménez de Coahuila y el secretario Raúl Quiroga de Tamaulipas coincidieron en que el agua debe usarse primero para la población y después para cumplir compromisos internacionales.
Detrás de estas declaraciones hay algo más que preocupación técnica. Hay un pulso político que se asoma con claridad. Cada uno defiende su territorio, sus productores y su narrativa. Pero también defienden su margen de maniobra frente a un gobierno federal que intenta equilibrar la presión de Washington con las necesidades internas. La presidenta ha dicho que se mantiene el diálogo con los mandatarios estatales. Que se analiza qué volumen se puede entregar sin vulnerar a las comunidades locales. En los hechos, la percepción es que el margen de tiempo y de acción se reduce.
El problema, más allá del cumplimiento del tratado, es el modelo de gestión hídrica que hoy muestra sus límites. Hemos dependido por décadas de los escurrimientos naturales y de un sistema de presas que ya no responde con la misma eficacia. La necesidad agrícola, la falta de inversión en infraestructura hídrica y la urbanización sin orden han erosionado la capacidad del país para garantizar agua para todos. Y cuando la escasez se vuelve insostenible, aparece el conflicto. El agua como símbolo de soberanía. El agua como arma de negociación. El agua como frontera. El agua como presión política.
En Tamaulipas, la preocupación tiene rostro concreto. Las presas Falcón y Marte R. Gómez, que nutren buena parte de las tierras agrícolas del estado, están en niveles críticos. La sequía ha golpeado los ciclos de producción y la incertidumbre sobre el abasto se ha convertido en una constante. La protesta del gobernador Américo Villarreal ante la minuta 331 —que abre la puerta a entregar agua del río San Juan— fue un mensaje claro. Si hay entrega, tiene que haber condiciones. Tiene que haber garantías. Tiene que haber claridad. Porque en una región donde el agua escasea, cada litro se disputa con fuerza.
Mientras tanto, la administración federal busca una salida técnica y diplomática. La propuesta enviada el 9 de abril a Estados Unidos busca negociar tiempos, cantidades y formas de entrega. Pero el reloj avanza. El plazo para cumplir con el tratado vence el 24 de octubre. Y aunque las lluvias podrían cambiar el escenario, nada garantiza que eso ocurra. Por eso, la tensión sigue latente. En las declaraciones oficiales, en las columnas de opinión, en los campos de riego y en los bordes del río Bravo.
Lo que está en juego no es solo el cumplimiento de un tratado. Es la capacidad para responder a una crisis sin sacrificar a sus regiones más vulnerables. Es la forma en que se construyen acuerdos internos antes de sentarse a negociar con el exterior. Es la confianza entre federación y estados. Entre productores y autoridades. Entre narrativa y realidad.
El país no puede darse el lujo de aparecer dividido en un tema tan delicado. El agua no es una concesión, es un derecho. Y cuando se reparte mal, cuando se promete más de lo que se puede cumplir, cuando se improvisa, el costo es alto. En diplomacia, en política y en el territorio.
Por eso, más allá de las versiones y los encabezados, lo que urge es una estrategia del agua que no solo administre emergencias, sino que construya soluciones sostenibles. El tratado de 1944 fue útil en su momento, pero el mundo ha cambiado. El clima ha cambiado. La frontera ha cambiado. Y si no se ajustan los mecanismos, las tensiones seguirán creciendo. No solo con Estados Unidos, sino dentro de México. Cuando el agua escasea, no solo se secan los campos. También se fractura el futuro.
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