Memoria en desacato

Esta mañana despertó en rebeldía —“desatada”, diría mi mamá—. Traté de borrarla o ignorarla, pero nada resultó, pues a final de cuentas hizo lo que se le dio la gana, sin importarle sumirme en recuerdos dolorosos.
Muchas cosas podrá el hombre suponer que controla, pero cuando su memoria tiene una fuga, difícilmente puede impedir que su caudal amenace con ahogarlo.
Dos son las imágenes fugadas de mi archivo del tiempo que echan a la basura la fantasía de la superioridad del ser humano, pues este ni siquiera es capaz de someter lo que habita en él.
Ambos recuerdos, tan distintos como vinculados, se niegan a obedecer la orden que les doy para que desaparezcan. Uno me transporta hasta un sillón de peluquería y otro coloca al lado de un teléfono; en el primero me resisto a sentarme, mientras el timbre del segundo retumba en mi presunta conciencia. Las dos insubordinadas figuras de mi memoria se unen para restregarme en el rostro la incapacidad de atender lo importante y dejar de perder tiempo en lo banal.
En lugar de dedicar minutos aprendiendo de su experiencia, en mi juventud los desperdicié peleando con mi padre por su insistencia para que me cortara el pelo, como si el cabello no volviera a crecer y faltaran en la vida mejores causas por las cuales luchar.
En mi adultez, pasé eternas horas en juntas para decidir el color de los manteles, el menú y la escenografía de actos oficiales con relación a temas tan urgentes como los de la pobreza, eventos en los que mi necesidad económica nunca justificó la solidaridad con esas contradicciones que manifestó mi presencia en sus foros.
Y ahora, en el último acto del teatro de mi vida, como si careciera de pasado, cuestiono el cruel abandono del gobierno integrado con los seres humanos de siempre, hoy con envoltura morada, inclinados, como lo marca la tradición del poder en el país, más hacia los reflectores del espectáculo de la política que a la reducción en la penumbra del dolor de sus semejantes.
Así, dentro de mi cráneo suena fuerte, muy fuerte, el teléfono que me despierta del sueño con el que deseo evadirme del desatendido problema de la salud mental y su relación con el sufrimiento de quienes viven en serio la austeridad, que los lleva a enfrentar solos la fuerza de las emociones y en ocasiones creer que terminar con su vida es la única alternativa para liberarse del dolor más fuerte y difícil de curar, que es el del alma.
A las llamadas que recibo en ese teléfono que salpica llanto, desconoce la esperanza, derrama culpa inmerecida y da el carácter de ridículo al mayor de mis problemas responden mis oídos atentos y palabras que antes de expresarlas exigen tragar la impotencia que me ahoga por saberme efímero paliativo, inmerso en la insensibilidad y desvergüenza de un sistema que hace de la pobreza elemento discursivo de la política-espectáculo, no irrenunciable compromiso de humanos con humanos, aunque el cumplimiento de esta obligación se dé lejos de cámaras y micrófonos.
Posiblemente sé bien de lo que mal escribo. Desde hace más de dos años, cumplo con el deber de escuchar semejantes en crisis y aplicar primeros auxilios psicológicos en el centro de atención telefónica de una fundación dedicada a la prevención del suicidio, labor incompleta la mayor de las veces debido a la precariedad de quienes necesitan continuar luego con ayuda especializada y no pueden pagarla, o la tienen tan alejada o espaciada que les resulta igualmente inalcanzable.
El suicidio es un grave problema de salud pública en México y el resto del mundo, reconoció recientemente, una vez más, el Gobierno de la República en voz del titular de la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones, Francisco José Gutiérrez Rodríguez, quien señaló que la tasa de suicidios en México registrada el año pasado fue de 6.8 casos por cada 100 mil habitantes, valor igual al de 2023.
No obstante, desde el 2017, cuando esa tasa era de 5.3, se observa el aumento gradual de atentados consumados contra la vida propia, es decir, de casos en los que se prefirió morir antes de continuar sufriendo.
El problema ha sido reconocido por la autoridad, pero ¿hasta cuándo ese reconocimiento será acompañado con más recursos para reducir el sufrimiento y preservar la vida, privilegiando lo importante aunque no se vea?
¡Ah, cómo quisiera tapar los boquetes de mi memoria!
riverayasociados@hotmail.com



