Columnas - Pedro Rangel

Aquí y en China, los muertos viven

  • Por: PEDRO RANGEL
  • 02 NOVIEMBRE 2025
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Aquí y en China, los muertos viven

Dos países, dos geografías del alma, dos formas de convivir con nuestros muertos… para mantenerlos con vida. En México, el Día de Muertos se festeja el 1 y 2 de noviembre. Por su parte, en China, el Festival de las Ánimas -mejor conocido como el Zhongyuan Jie- se celebra entre agosto y septiembre, el decimoquinto día del séptimo mes lunar. Ambos momentos son pausas en el calendario, umbrales donde el reloj gira hacia atrás. Porque nuestros ancestros tenían la certeza de que la memoria necesita su propio calendario: los muertos descansan en paz, mientras que los vivos, para vivir, necesitamos recordar.

En México, cuando llega el otoño, el aire se impregna de olor a cempasúchil y pan dulce; los cementerios se llenan de velas que arden como pequeñas promesas, y los altares en honor a nuestros difuntos se transforman en espacios sagrados de nuestros hogares. La modernidad le da vida a la tradición y, tanto en las grandes avenidas como en las redes sociales, la catrina se convierte en símbolo de identidad nacional.

En China, durante el Festival de las Ánimas, con una luz temblorosa que se consume lentamente en la oscuridad, las velas palpitan en los ríos, los templos y las calles. Son mensajes de los vivos para las almas que cruzan las puertas del inframundo y nos visitan. En la tradición china, se dice que las almas viajan para renovar su vínculo con los vivos. Las familias preparan ofrendas de arroz y té, encienden incienso, y queman dinero y casas de papel para “enviarlos” al más allá. El humo se transforma en mensajero.

En México, también alimentamos a los difuntos: con atole, tamalitos, mole y un buen mezcal. Aquí los difuntos regresan a su mesa, con sus familias, para compartir. El altar es banquete, bienvenida y motivo de pachanga.

En el país de los dragones, el silencio domina el ritual. Se honra a los antepasados con un respeto que roza lo sagrado. No se acostumbra a bailar con los fantasmas: se les guía, se les despide, se les bendice. En nuestro país, en cambio, la muerte se sienta en la mesa a cotorrear. El duelo que transmuta en festejo.

Pero la diferencia es de forma, no de fondo. Ambos pueblos reconocen que la memoria tiene cuerpo, olor y sonido. Que recordar no es un acto mental, sino un trabajo que involucra todos los sentidos: el tacto de hacer las ofrendas, el olor del incienso, el gusto de la comida que se comparte, las frases que se rememoran, y las flores que alegran la vista.

Detrás de estas tradiciones se asoman dos visiones milenarias. En China, el confucianismo enseñó que el orden empieza por la gratitud hacia los ancestros. El budismo añadió la idea de que los vivos pueden aliviar el destino de los muertos a través de las ofrendas y bendiciones. En México, algunos pueblos originarios creían en el Mictlán, un inframundo donde las almas emprendían un viaje de nueve niveles.

En ambas visiones, la vida no se opone a la muerte, porque los muertos no se van: solo cambian de domicilio.

Aquí y en China, estos rituales cumplen un rol social importantísimo. 

En Beijing me impresionó ver a una madre joven sosteniendo de la mano a su hijo de unos ocho años, sentados junto a una pequeña fogata en una calle cualquiera. En Ciudad de México, conmueve profundamente ver la alegría de las niñas y niños que caminan de la mano de sus padres, ilusionados por asistir al desfile de catrinas en Paseo de la Reforma.

México les canta con guitarras y flores; China les murmura entre incienso y papel. Pero en el fondo comparten el mismo poderoso mensaje: recordar a los difuntos es arquitectura de cohesión social… celebrar lo que nos mantiene unidos.

Correo electrónico: pedrorangel@harvard.alumni.edu


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