Los castigos de Trump

La crueldad pública hacia los deportados y encarcelados no es un accidente. Es un cambio deliberado que marca el principio de una nueva cultura de la violencia
En Vigilar y castigar, su famosa arqueología de los métodos disciplinarios publicada en 1974, Michel Foucault explica por qué la práctica medieval de despedazar personas en la plaza pública pierde popularidad a finales del siglo XVIII. Antes de las llamadas “reformas humanitarias”, eran populares los torniquetes, el estiramiento de extremidades, el uso creativo de fuego y los instrumentos punzantes, como parte de un ritual de castigo público, diseñado para reafirmar el poder de la corona y como venganza por la subversión del orden. Durante mucho tiempo funcionó bien. Con el ambiente de corrupción, exceso y despiporre de la corte, sin embargo, el pueblo empieza a ponerse de parte del reo. Hay protestas, botellazos y hasta rescates de prisioneros durante las ejecuciones. Los condenados se convierten en héroes populares. Los ilustrados empiezan a decir que la tortura pública es irracional, inhumana, ineficaz.
El libro analiza el cambio de régimen punitivo que termina con el establecimiento de lugares que ya no construyen un espectáculo de la destrucción del cuerpo, sino que lo vigilan, lo entrenan y lo normalizan en la privacidad de la institución. Esos lugares son las prisiones, pero también de los colegios, hospitales y cuarteles donde la población hace el servicio militar. El rito espectacular de muerte queda sustituido por una rutina invisible de control que llamamos disciplina. Se considera un avance social porque no sólo es más “humanitaria” sino, sobre todo, una fórmula “más eficaz, más económica, menos arriesgada”. “La justicia no se encarniza ya con el cuerpo del culpable, sino que se ocupa de su alma” —escribe Foucault—. “Ya no es el suplicio el que señala el crimen en el cuerpo visible, sino que la detención, la vigilancia, la corrección, transforman al individuo en su interior”. Me pregunto qué pensaría de la última vuelta de tuerca: la espectacularización de la crueldad de las detenciones del departamento de inmigración estadounidense y el centro de detención de El Salvador.
Como en el siglo XVII, la crueldad no es un accidente, es el titular. El cambio es deliberado y marca el principio de una nueva cultura de la violencia. Las imágenes de tortura y abuso de prisioneros en Abu Ghraib no estaban hechas para consumo del gran público y generaron los predecibles anticuerpos en el gobierno y en la población. La foto icónica de un prisionero encapuchado, de pie sobre una caja con cables atados a los dedos, se convirtió en la mejor denuncia contra el poder imperial de EE UU y su violencia sistemática y bestializante. Los vídeos de prisioneros apiñados, rapados, tatuados, humillados de CECOT están diseñados para ser virales. Irónicamente, lo mismo ocurre con los vídeos del ICE capturando estudiantes extranjeros, reventando lunas de coches y perpetrando arrestos violentos de profesores y padres de familia, y que son grabados por las propias víctimas para denunciarlo en la Red.
No es exactamente un retroceso. Es el castigo como espectáculo, pero en un ecosistema mediático aumentado por los algoritmos de las redes sociales y dentro del marco disciplinario moderno de la institución. El acto de degradación pública es distribuido y celebrado por las manadas digitales del régimen para amplificar el poder del estado y demostrar su invencibilidad. Pero, sobre todo, normalizar un estado de excepción en torno a ciertas minorías impopulares, que permite encarcelar, humillar e incluso eliminar individuos fuera de las reglas normales de derechos y procedimientos, antes de empezar con los demás.