Hacia la dictadura, a toda máquina

La abierta batalla entre la justicia y la Casa Blanca ha llegado a su punto álgido. Vamos a ver si puede parar los pies a quien quiere erigirse en autócrata
Entre Trump y la dictadura solo quedan los jueces. Se acercan ya a dos centenares las demandas ante la justicia contra sus 124 órdenes ejecutivas, muchas absurdas y un buen puñado inconstitucionales a simple vista, que sigue firmando incansable con burlona solemnidad y luego muestra satisfecho a las cámaras. Todo sucede en el Despacho Oval, epicentro de la política en Estados Unidos y en el mundo, donde el presidente exhibe el trazo grueso de su rúbrica, su impenitente autoritarismo y los ritos imperiales, a veces humillantes, a los que somete a los invitados, ante un puñado de periodistas, debidamente acreditados por su obsequiosa disposición hacia el emperador.
En tres meses ha amasado el mayor poder de la historia presidencial, contando incluso los presidentes en guerra. En su caso, sin guerra alguna, aunque invoca poderes excepcionales propios de situaciones bélicas para detener y expulsar a personas sin papeles, otras con permiso de residencia permanente y aun otras más incluso con trabajo, familia e hijos nacidos en Estados Unidos. Detener a un ciudadano en mitad de la calle o en su casa para luego mandarlo directamente a un gulag de alta seguridad en El Salvador, sin comparecer ante un juez, ha sido hasta ayer una práctica admitida como normal por la Casa Blanca, que ningún recurso ante la justicia había conseguido parar.
Es la eficaz política del miedo, que acompaña al cierre de fronteras, a las razzias para detener y expulsar extranjeros y constituye, finalmente, su mayor y más lamentable victoria, puesto que satisface las peores pasiones xenófobas y racistas, al igual que la expansión de sus poderes presidenciales satisface su impudorosa vanidad y su irrefrenable pulsión autocrática. Sentado ante su coro de aduladores, se ríe de todo, de la Constitución, de la legalidad internacional y de los jueces, incluso del Tribunal Supremo. Hasta ayer, cuando por vez primera recibió una orden taxativa, que no admite subterfugios ni burlas como las utilizadas ante órdenes judiciales anteriores, y le obliga a paralizar todas las deportaciones en curso a la cárcel de seguridad construida por Bukele para los sospechosos de terrorismo.
Esta es la segunda intervención directa del Supremo en la política de deportaciones emprendida por la Casa Blanca, que se acoge abusivamente a una vieja legislación de 1798 para detener y deportar en tiempos de guerra a los ciudadanos y nacidos en el país hostil sin ninguna intervención de los tribunales. Fue aplicada en 1812 en la guerra contra Inglaterra y en las dos guerras mundiales contra ciudadanos de origen alemán, italiano y japonés (aunque, en la práctica, solo se internó a estos últimos). Ahora Trump pretende que Estados Unidos se halla en guerra e invadido por delincuentes y terroristas mandados por Venezuela, aunque a nadie se le escapa que su propósito es prescindir del poder judicial, en un paso más hacia la destrucción del Estado de derecho.
Los jueces del Supremo pidieron en una anterior resolución que la Casa Blanca facilitara la repatriación a Estados Unidos del ciudadano salvadoreño Kilmar Armando Abrego Garcia, detenido y deportado ilegalmente a El Salvador. Una vez fue desatendida y burlada, siete de los nueve jueces del Supremo, incluidos los tres nombrados por Trump, dictaron ayer el bloqueo provisional de todas las deportaciones y en concreto las de ciudadanos venezolanos que se estaban preparando para este fin de semana.
La abierta batalla entre la justicia y la Casa Blanca ha llegado a su punto álgido. Vamos a ver si la última línea de defensa puede parar los pies a quien quiere erigirse en el autócrata de Estados Unidos, por encima de la Constitución, con todos los poderes en sus manos y sin rendir cuentas ante nadie.
Para el historiador Timothy Snyder es el punto decisivo del “comienzo de una política de terror de Estado”. Edward Luce, columnista del Financial Times, da por hecho que ya “a mediodía del 14 de abril de 2025, Estados Unidos dejó de tener un gobierno que respeta la ley”, puesto que “ignoró la decisión unánime del Tribunal Supremo de repatriar a un hombre deportado ilegalmente”. Y según Ezra Klein, este en The New York Times, estamos ante “la obra de una dictadura”, que “ya nos enfrenta al horror”.
Penden de un hilo el Estado de derecho, las libertades civiles y la libertad de expresión. Peligran la independencia de los jueces y la autonomía universitaria. También el derecho al voto. La amenaza pesa sobre todos los ciudadanos, no tan solo a los nacidos en el extranjero. Son descarados los instintos dictatoriales que flirtean con la perpetuación en el poder más allá del segundo mandato de cuatro años. Trump quiere echar al presidente de la Reserva Federal porque no baja los tipos de interés. Quienes saben lo que es vivir bajo una dictadura pueden reconocer sus signos inconfundibles en la sombra que va cayendo paso a paso sobre la gran democracia americana.