Cuando las palabras son conjuros

Cuenta Ernst Jünger en una anotación de 1946 de Radiaciones (Tusquets), sus diarios de la Segunda Guerra Mundial, que la primera vez que escuchó un discurso de Hitler, uno de los primeros que dio —todavía no era nadie—, fue en un circo de Múnich. Curioso detalle el del circo, por lo importante que fue siempre para el Führer la fuerza del espectáculo en su camino hacia el poder y a la hora de mantenerlo. Fueron esas masas enardecidas que lo aclamaron una y otra vez las que le dieron carta blanca para poner en marcha su maquinaria de destrucción. A Jünger le sorprendió la “fuerte intensidad” que tenían sus palabras. “Los discursos en tales lugares no se pronuncian para que se los comprenda; constituyen conjuros”, escribe. “De ahí que tampoco sean rebatidos con argumentos”. Explica que Hitler no decía nada nuevo, lo importante estaba en otra parte: en cómo se encendían quienes lo escuchaban, cómo eran succionados por su verbo, cómo proyectaban en su figura “su fe, su esperanza, su sentimiento de la grandeza”.
Estos días se ha recordado la victoria de los aliados sobre la Alemania nazi. La pesadilla terminó el 8 de mayo de 1945, pero esta vez las celebraciones no han tenido mucho recorrido. El mundo está hoy demasiado trastornado, no hay manera de hablar con una voz única sobre aquella victoria que puso fin a una de las mayores barbaries que la humanidad ha conocido. En París, un año después de que hubiera caído en manos alemanas, Jünger apuntó el 8 de octubre de 1941 en su diario: “Parece que esta guerra nos lleva hacia abajo por unos escalones que están trazados según las reglas de una dramaturgia desconocida. Estas son cosas que ciertamente sólo pueden barruntarse, pues quienes viven los acontecimientos los perciben ante todo en su carácter anárquico. Los torbellinos están demasiado cerca, son demasiado violentos, y no hay en ninguna parte, ni siquiera en esta vieja isla, puntos de seguridad”.
Jünger pasó buena parte de la guerra en el París ocupado como oficial del Ejército alemán. No hay que pasar por alto la admiración que Hitler tuvo por sus libros y cómo utilizó parte de sus ideas para dar consistencia a algunas de sus proclamas más radicales, pero el escritor operaba a su manera, con una distancia olímpica y una extrema frialdad a la hora de construir sus observaciones, incluso las que hacía sobre sí mismo. En Radiaciones explica que su posición respecto a Hitler fue cambiando. Empezó con “Ese hombre tiene razón”, luego pasó a “Ese hombre es ridículo”, terminó con “Ese hombre está volviéndose nefasto”. Jünger fue un héroe en la Gran Guerra, donde lo cosieron varias veces a balazos, y no soportaba la humillación que supuso para Alemania el Tratado de Versalles. Así que le dio la razón al principio. Un apunte del 2 de febrero de 1942: “No cabe duda de que hay personas singulares que son responsables de la sangre de millones. Y esas personas salen a derramar sangre como tigres”. Entonces, mucho antes incluso, Jünger ya había establecido su diagnóstico: Hitler era lo peor que podía ocurrirle al mundo.
Salvando las distancias, y ahora que 80 años después del final de la Segunda Guerra Mundial se sabe lo que significó que la mayoría de los alemanes se rindiera a la fuerza del espectáculo hitleriano, con gente como Trump, Putin, Xi Jinping —y todos los demás— ocurre algo semejante a lo que observó Jünger en París a propósito de la guerra, que estamos entrando en “una dramaturgia desconocida”. Y en ese contexto, solo sirve una única lección: no dejarse atrapar por ningún conjuro.