Por una Europa que resista

El proyecto de los nuevos oligarcas de la tecnología es de naturaleza imperial, y su única moral es el enriquecimiento sin límites y el poder sin cortapisas
En septiembre del año pasado, en alguna entrevista impune con algún propagandista de YouTube, el candidato a la vicepresidencia J. D. Vance soltó una idea espeluznante que pasó casi desapercibida en España. Estados Unidos podría retirar su apoyo a la OTAN, dijo, si Europa seguía con sus intentos de regular las plataformas digitales de Elon Musk. Y enseguida se llenó la boca con defensas de la libre expresión como valor supremo de la cultura norteamericana, por supuesto, igual que lo hizo el pasado mes de febrero, cuando vino a Múnich para darles a los líderes europeos lecciones sobre el tema: un discurso –espero que lo recuerden mis lectores– que pasará a la historia por su singular mezcla de arrogancia, ignorancia supina, desinformación y franca mentira. Para ese momento ya había comenzado a parecerme extraño que aquella defensa de la libre expresión, aparte de su profunda hipocresía, disfrazara apenas lo que Vance buscaba en realidad: coartar o minar el derecho europeo a regular las plataformas. Y allí se juega más, mucho más, de lo que parece. Esta es la conversación que les quiero proponer este domingo.
Pues con el paso de los meses, cuanto más nos internamos en esta distopía digital que llegó para quedarse, más claro lo veo: la amenaza de septiembre y el discurso arrogante de febrero delatan, entre muchas otras cosas, la profunda antipatía que la administración Trump siente por la Europa democrática. Pero no solo la administración Trump, desde luego, sino también la amplia caterva de parásitos de extrema derecha que ha florecido bajo su paraguas. Y la antipatía que le tienen a Europa tiene una razón (tiene muchas, pero sobre todo una): esa Europa puede convertirse en un raro lugar de resistencia. ¿Ante qué? Ante la nueva alianza que ha surgido entre esa extrema derecha y las oligarquías tecnológicas que la apoyan, cuyos dueños se han convertido recientemente en sus ideólogos. Por eso los ataques a Thierry Breton, el antiguo comisionado europeo, que se atrevió a sugerir que las leyes europeas exigieran a las plataformas monitorear su contenido para evitar la desinformación y la injerencia extranjera en elecciones locales. En su discurso de Múnich, Vance habló de “comisario” en vez de “comisionado” (y habrá quedado feliz de su ingenio); Musk, por su parte, lo llamó “el tirano de Europa”.
Hace rato que Elon Musk le declaró la guerra a la Unión Europea, no solo con su apoyo abierto y vocal a todos los proyectos antieuropeístas —defendiendo a Marine Le Pen cuando fue condenada, normalizando con su apoyo vergonzoso a Alternativa por Alemania—, sino usando deliberadamente el inmenso poder de su plataforma para azuzar el odio entre ciudadanos. Durante los disturbios recientes del Reino Unido, que no se pueden entender y acaso no se hubieran producido sin la retórica xenófoba de las redes sociales, Musk usó la suya para rociar el fuego con pocas palabras de gasolina: “La guerra civil es inevitable”. Recuerdo muy bien haberme preguntado de qué le servía a Musk, concentrado como estaba en gastar millones de dólares para que Donald Trump fuera presidente, meterse a alimentar el sentimiento antimigrante de una pequeña ciudad europea. La respuesta es, primero, que ya no hay ciudades pequeñas: todo ocurre en el gran escenario de lo digital. Y la segunda respuesta tiene la forma de un credo, el credo de Musk y los suyos: nunca hay que desperdiciar una oportunidad de crear el caos o, una vez creado, de avivarlo cuanto sea posible.
De eso vive esta nueva alianza perversa: del caos meticulosamente creado. Hace unos cinco años, el escritor Giuliano da Empoli inventó el concepto de “ingenieros del caos” para referirse a esos científicos, ideólogos o pequeños geniecillos de Silicon Valley que descubrieron la manera de usar los datos y los algoritmos para ganar elecciones: Trump, Matteo Salvini, el Brexit. Suelo atender a lo que escribe Da Empoli, que parece tener más información que nadie, que siempre ve la realidad con mirada lúcida y la desmenuza para nosotros, los profanos, con transparencia orwelliana. Ahora ha editado un volumen de la extraordinaria revista francesa Le Grand Continent dedicado, justamente, a la alianza brutal entre los nuevos populismos y la oligarquía tecnológica; y es allí donde he encontrado un término curioso para nombrar la nueva realidad que esa alianza está produciendo: el tecnocesarismo. Dice Da Empoli que el proyecto de los nuevos oligarcas de la tecnología es de naturaleza imperial, y que su única moral es el enriquecimiento sin límites y el poder sin cortapisas. Y viendo las alianzas políticas que ha buscado o aceptado, es difícil no darle la razón.
Europa representa para el tecnocesarismo un contrapeso molesto, pues el objetivo final de la alianza es un imperio de nuevo cuño; y esta Unión Europea es un proyecto nacido en parte de la derrota de los viejos imperialismos, aunque la izquierda más sectaria no quiera a veces concederle ni siquiera ese crédito. Ahora una fracción de esta Europa ha cobrado conciencia de que el imperio tecnocesarista, que habla de libertad todo el tiempo, en realidad la coarta; de que estos nuevos oligarcas hablan sin parar de progreso, pero en realidad sus valores son profundamente reaccionarios: una contrarrevolución en toda regla. ¿Cómo podemos defendernos? El imperio en la sombra, como lo llama la revista de marras, carece de contornos precisos, no existe en el mundo tangible y depende del consentimiento de nosotros, sus súbditos, que frívolamente lo hemos alimentado con nuestros datos, nuestra credulidad, nuestro escepticismo y nuestra pereza: la credulidad con la que nos abandonamos a las mentiras y las desinformaciones siempre que nos satisfagan, el escepticismo que nos impide tomarnos en serio sus amenazas o la gravedad de sus intenciones, la pereza que no nos deja averiguar acerca de sus funcionamientos o exigir de ellos una mínima transparencia.
Esta Europa incómoda que levanta la mano para disentir ante el proyecto tecnocesarista, esta Europa tercamente humanista que no teme enfrentarse al poder de los oligarcas de la tecnología, no solo es un obstáculo para ellos, sino que tal vez sea el único capaz de resistirse efectivamente al futuro que quieren inventar. Por eso la atacan y la seguirán atacando, aunque otros la ataquen por otras razones: los enemigos de Europa, aunque no sean solidarios en sus razones, lo serán en su esfuerzo. Nos corresponde a nosotros decidir si ese futuro que nos plantean los señores del poder digital nos parece o no digno de confianza: si ese futuro en que la inteligencia artificial se adueña de todo, ese futuro construido a escala inhumana por gente que nunca se ha llevado muy bien con las humanidades, contará con nuestra complicidad inconsciente: si, metidos en el mundo del entretenimiento constante y la crispación política, en el mundo simultáneo de los videos divertidos y del miedo fabricado, seremos incapaces de resistir al más potente proyecto de manipulación colectiva que el mundo ha conocido.
“La democracia consiste en querer dar a una comunidad el control de su destino”, escribe Giuliano da Empoli. “Si esta perspectiva fracasa, reemplazada por un futuro perfectamente incomprensible, la democracia deja de tener sentido: y no queda más que el murmullo sordo de los ventiladores de los data centers”. Hay una batalla entre el proyecto de los tecnocésares y lo que podemos llamar democracia humanista. Tal vez, esta sea una nueva utopía: la construcción de un futuro digital donde volvamos a ser dueños de lo que somos, de lo que nos pasa, de lo que decidimos.