Matando niños y tribunales al mismo tiempo

Netanyahu ha perfeccionado un arte macabro: matar hacia afuera y silenciar hacia adentro. En Gaza, decenas de miles de cadáveres. Más de 16.500 niños palestinos enterrados bajo los escombros.
En Israel, una ofensiva contra la justicia que haría sonrojar a cualquier aprendiz de dictador. Así se escribe hoy la historia de un país que quiso llamarse democracia y que corre el riesgo de convertirse en parodia.
El bisturí de un cirujano ebrio
Netanyahu no reforma nada. Desarma. Y lo hace con la “precisión” de un cirujano ebrio: corta lo sano y deja lo podrido. Su llamado plan judicial no fortalece a la democracia; la deja inerme. Y lo viene llevando a cabo desde hace meses, en medio de la matazón que produce cada semana.
La prestigiosa Corte Suprema, único freno institucional, en tránsito a ser reducida a un coro obediente. En palabras del diario independiente Haaretz: “no busca mejorar el sistema, sino desarmarlo; es el intento más grave de quebrar la democracia israelí desde su fundación”.
El acusado: dicta la sentencia
El truco es viejo: cuando la justicia amenaza, se la domestica. Netanyahu enfrenta -desde antes de su guerra-procesos por corrupción, fraude y abuso de confianza. Y en lugar de comparecer, pretende reescribir el código. Es juez y parte, verdugo y acusado. Un hombre que transforma la toga en chaleco antibalas.
Netanyahu no se limita a legislar reformas. Su ofensiva incluye presiones directas sobre el proceso de designación de jueces: busca que el gobierno controle la Comisión de Nombramientos Judiciales, que hasta ahora equilibraba representantes del Ejecutivo, el Legislativo y la judicatura. Bajo su modelo, el Ejecutivo tendría mayoría automática para elegir magistrados a su conveniencia.
En la práctica, sería como entregar las llaves de la Corte Suprema al propio acusado. Adiós, pues, a la independencia judicial.
Más recientemente, Netanyahu ha impulsado reformas legislativas que permiten al Ejecutivo dominar la Comisión de Selección Judicial y limitar el poder de revisión de la Corte Suprema. Su Gabinete incluso votó por la destitución de la fiscal general Gali Baharav-Miara, quien lidera el proceso por corrupción en su contra.
Estas acciones han sido denunciadas dentro y fuera de Israel como pasos graves hacia la politización total de la justicia.
El veneno en la palabras. Sus aliados de ultraderecha cumplen el libreto: llaman a los jueces “enemigos del pueblo”, sugieren purgas, prometen venganzas. No es crítica política, es intimidación calculada. El mensaje es claro: ningún magistrado está a salvo si se atreve a contrariar al todopoderoso “caudillo”. En eso estamos …
Matar la prensa, matar la verdad
Como si no bastara, el Gobierno ataca también a la prensa. Haaretz, diario insumiso, sufre un boicot oficial. Ninguna oficina pública puede anunciarse en sus páginas. Ningún funcionario puede hablar con sus reporteros. Es la vieja receta de los autoritarios: cuando la justicia estorba, se somete; cuando la prensa molesta, se le asfixia.
El espejo internacional
En Israel Netanyahu no inventa nada nuevo. Hungría y Polonia ya recorrieron ese camino: vaciaron a sus tribunales hasta convertirlos en oficinas notariales del poder. Turquía lo hizo con Erdogan tras el golpe fallido de 2016.
Y la secuencia es siempre la misma: primero se domestica a los jueces, luego se encarcela a los periodistas. El resultado: regímenes que siguen llamándose democracias, aunque ya no lo sean.
El epitafio anunciado
Mientras Gaza se llena de tumbas, Jerusalén se llena de decretos. Netanyahu escribe epitafios dobles: uno para los niños palestinos, otro para la justicia israelí. La paradoja es brutal: se bombardea en nombre de la seguridad y se dinamita la justicia en nombre de la estabilidad.
La historia es implacable con quienes creen que pueden gobernar entre ruinas. Siempre termina del mismo modo: los escombros les caen encima.
Quizá Netanyahu crea que ha encontrado la fórmula de la eternidad: aplastar ciudades y tribunales por igual. Pero hasta los dictadores más seguros tropiezan con una verdad incómoda: no hay bomba ni decreto capaz de destruir el juicio final de la historia.