La palabra dependiente

En otros castellanos no, pero en varios dialectos españoles la palabra dependiente vivió siglos de gloria marroncita. En su apogeo, su sentido fue una especie de denuncia involuntaria: el dependiente era el pequeño empleado de una tienda o incluso de un taller, ese que dependía para todo de su patrón o amo, que recibía de él su sueldo escaso y sus órdenes bruscas. Y fue ese que, a fines del siglo XIX, los madrileños empezaron a llamar un “hortera”. (La palabra hortera era pura descripción: el dependiente de una botica que hacía sus mezclas en un cuenco de madera que se llamaba así. Después se usó para otros dependientes, sobre todo de tiendas de telas, y recién apareció como desdén de clase cuando la España franquista se puso fatua, en los sesenta o setenta, y aquellos nuevos ricos quisieron diferenciarse de los nuevos pobres que querían parecerse a ellos.)
Los tiempos cambian. Ya no se dice dependiente para decir un empleado: incluso antes de la corrección política, la barbarie de esa nominación saltó a la vista. Ahora, entre nosotros, hay pocas palabras más duras, más negativas que el adjetivo dependiente y el sustantivo que le corresponde, dependencia.
La independencia —de un país, de una persona, de una idea— es todo lo que está bien; la dependencia, todo lo contrario. Muchos jóvenes se quejan porque siguen siendo dependientes —en plata, en techo— de sus padres, aunque a veces lo sean porque no quieren perder ciertas comodidades. Más se condena al que llaman drogodependiente: cuando no encuentras la salida de ese círculo vicioso, muy vicioso, en que la adicción a una sustancia te lleva a consumirla más y más y más, y a definir tu vida en torno a ella.
Y estamos, por supuesto, los dependientes físicos, visibles, concretos, perfectamente involuntarios. Con nosotros la palabra dependencia cobra toda su fuerza legal: tanto, que el Estado le define puntajes. No es lo mismo tener una dependencia de 36 puntos que una de 63, y así de seguido. Los números son muchas veces arbitrarios —personas con la misma enfermedad reciben calificaciones diferentes— pero habilitan prestaciones y derechos muy distintos.
En cualquier caso eso no es lo central: ser dependiente es algo mucho más intenso. Nadie puede imaginarse, cuando no lo es, cómo será serlo. Nadie puede pensar, cuando ponerse los zapatos o lavarse los dientes o levantar un tenedor son gestos tan naturales que ni los piensa, cómo sería su vida si algún día ya no puede hacerlos, depende de otros, se vuelve dependiente.
Nos pasa a muchos viejos, a algunos enfermos, y es uno de los cambios más brutales que una persona puede conocer. Antes que nada está, supongo, la famosa herida: aceptar que ya no puedes todo eso que no puedes, admitir que ya no eres, ni de lejos, suficiente: que tu cuerpo no alcanza, que tú mismo no alcanzas. Y entonces la putada de aprender la paciencia: resignarte a que los tiempos de lo que haces, de lo que quieres hacer, ya no dependen de tu voluntad. Y entonces encontrar la forma de coordinar con otro acciones que siempre fueron perfectamente íntimas, y comprender que lo que hagas, lo que te hagan, resultará de humores y deberes ajenos: que —por hablar claro— ya no puedes decidir ahora voy a cagar. Y aprender a pedir con humildad, y asumir que no siempre lo consigues, y repetir tantas veces la palabra gracias.
Y así montar con ciertas —pocas— personas una relación donde el interés se vuelve más y más visible: las necesitas. Sabes que quien lo hace, lo hace —como se hace casi todo en nuestros días— por dinero o amor. Y que penosamente no es lo mismo: que por dinero se puede exigir más. Una variación de aquello de que a caballo regalado no se le miran los dientes —pero si compras un buen potro lo quieres fuerte y dedicado.
Y quizá lo más duro sea que al fin y al cabo es un proceso: cada día, cada semana descubres que hay algo nuevo que no podrás hacer, algo perdido, algo que aumentará tu dependencia. Y serás más y más dependiente, más y más dependiente, hasta la independencia final: esa que logra que, por la ineludible mezquindad de demorarla, aceptes ser tan dependiente.