¿Crisis de gobernabilidad?

Carreteras bloqueadas por campesinos y transportistas, movilizaciones en las principales ciudades del país, incidentes violentos y detenciones arbitrarias contra manifestantes. México enfrenta distintas expresiones de inconformidad social que el gobierno ha sido incapaz de procesar. La actual administración se enfrenta a lo que cualquier gobierno en el mundo debe enfrentarse en algún momento: la expresión legítima del descontento ciudadano.
No son desafíos sencillos para ningún gobierno, pero sí son parte de la responsabilidad y el oficio de gobernar. En gran medida, son consecuencias de insuficiencias estructurales. La expansión de la violencia del crimen organizado ha provocado que los transportistas arriesguen su integridad y hasta su vida en las carreteras del país. Los desacuerdos con los productores del campo mexicano no se entienden sin el abandono del sector, la desarticulación de sus apoyos y funcionarios que desde hace 7 años conocen más de ideología que de las complejas realidades regionales del campo mexicano y las dinámicas de los mercados agroalimentarios.
En lugar de atender los problemas, las reacciones gubernamentales los agravan. Minimizar las protestas, atribuirlas a presuntas conspiraciones, amenazar con presuntas carpetas de investigación abiertas contra los líderes de las movilizaciones –y luego desmentir la advertencia. Son acciones propias de un Ejecutivo que no distingue entre críticas legítimas, demandas concretas y ataques políticos. Son, también, señales de que las narrativas no sustituyen a las soluciones.
En realidad, los campesinos que bloquean carreteras no lo hacen por respaldar a algún partido, sino por su inconformidad entendible sobre la poca rentabilidad de su producción –y porque las mesas de diálogo no ofrecen ningún resultado concreto–. Los transportistas detienen el tránsito porque sus compañeros son secuestrados y asesinados mientras las autoridades parecen omisas, ausentes, o incluso cómplices. Los miles de personas que marcharon el pasado 15 de noviembre, en distintas ciudades, lo hicieron hartas de la violencia cotidiana y de la sensación extendida de que el gobierno mira hacia otro lado. No son denuncias fabricadas por "bots" ni marchas planeadas por partidos opositores –aunque si lo fueran serían igualmente legítimas. Son expresiones auténticas de sectores sociales diversos.
El gobierno habla de conspiraciones que amenazan al Estado instigadas por fuerzas cuya existencia en México es marginal y risible, como la "ultraderecha". Denuncia supuestos gastos millonarios en campañas digitales internacionales, y misteriosos actores que operan desde las sombras. Pero si miles de personas salen a las calles; si decenas de puntos carreteros permanecen bloqueados durante días; si las negociaciones fracasan una tras otra, el problema no es una ciudadanía ingrata. El problema es la falta de gobernabilidad y de capacidad o voluntad política para gestionar las diferencias. La gobernabilidad se erosiona cuando un gobierno se niega a escuchar, cuando responde con intolerancia y represión a la crítica, cuando confunde la legitimidad electoral con el aval para imponer.
La percepción de complicidad con el crimen organizado, los escándalos de corrupción que alcanzan a la cúpula del partido oficial, la militarización progresiva de las funciones civiles, la impunidad rampante. Todo esto alimenta un desgaste que no se resuelve con conferencias, con encuestas ni con gas lacrimógeno.
Se resuelve con vías institucionales efectivas para procesar las demandas ciudadanas, y mucho talento político. En cambio, el oficialismo se mantiene en la ruta del discurso polarizador, la descalificación sistemática, la negación de la realidad y, crecientemente, el uso de la fuerza contra ciudadanos pacíficos.
La realidad incómoda es que las movilizaciones recientes no son obra de "la ultraderecha" ni de la oposición partidista o de quienes se "oponen al movimiento por defender sus privilegios". Son síntomas de una crisis que el gobierno no ha sabido entender ni querido atender. No se trata de ceder en automático a cada exigencia de cada sector. Pero sí es indispensable construir acuerdos, dialogar con disposición real de escuchar a las partes, cumplir los compromisos que se hagan. Es un esfuerzo que exige humildad, capacidad de autocrítica y voluntad política para la concertación. Virtudes escasas en el ejercicio del gobierno desde hace siete años.



